Cuando llegamos al mundo somos hijos y esperamos mantenernos en esa condición toda la vida. Siendo ambos, mimamos y educamos.

Que nuestros padres derrochen dosis gigantescas de amor a través de todo nuestro camino por la vida. Que cuando la vida duela tengamos un regazo materno sobre el cual regocijarnos. Que cuando la vida se torne angustiante, encontremos en nuestros viejos el consejo sabio. Cuando eso nos llega a faltar, siempre hay un vacío, un sentimiento extraño de que somos la excepción.

Incluso cuando somos adultos buscamos reconocer nuestra infancia en los ojos de nuestros padres. Secretamente deseamos sus cuidadosas atenciones, como esa comida favorita el día de nuestro cumpleaños o la camisa del equipo de fútbol si estamos en su casa.

Nunca se esta preparado para cambiar de lugar en esta relación.

Es complicado aceptar que nuestros padres envejecen. Entender que esas pequeñas limitaciones que empiezan a mostrar no se deben a la pereza o el desdén. Que si se les olvido dar un mensaje no es porque no les importe nuestra urgencia. Que si nos piden que les repitamos las cosas es porque ya no escuchan muy bien —y a veces no es sordera, sino simple distracción. Nos lleva mucho aceptar que ya no son los mismos “superhéroes”—. No podemos ni debemos compartirles toda nuestra angustia, pues para ellos las proporciones son mucho mayores y ahí todo se desequilibra: el ritmo cardíaco, la presión arterial, el índice glucémico o el equilibrio emocional.

Poco a poco vamos haciéndonos ceremoniosos por amor. Intentando hablarles de aquello que es inevitable. Así, sin quererlo, empezamos a invertir los papeles de protección. Empezamos a intentar proteger a nuestros padres de las desventuras de este mundo.

Les decimos que nos va bien, a pesar de que estamos en crisis. Amortiguamos el diagnóstico del pediatra para que la enfermedad del nieto parezca simple. Escondemos los problemas matrimoniales para aparentar que construimos una familia duradera. Filtramos la angustia que puede ser temporal en lugar de compartir cualquier problema. No tienen porqué preocuparse: estaremos bien al final del día y si no, al final de nuestras vidas. Sin embargo, cuando cambiamos esos pequeños detalles en la relación, nos vamos quedando poco huérfanos. Nos mantenemos con los ojos abiertos en el medio de la noche sin poder correr llorando a la cama de nuestros padres. Les ocultamos nuestro temor a quedarnos sin empleo, pareja o casa para que no sufran sin necesidad, y así nos quedamos solos en espera, sin un regazo, un abrazo o una sonrisa para consolarnos.

Entre más pierden su vigor, audición, memoria, más solos nos vamos sintiendo, sin entender por qué sucedió lo inevitable. Incluso puede aparecer un conflicto interior por esperar que ellos reaccionen al envejecimiento del cuerpo. Que peleen más a su favor, sin darnos cuenta, en nuestra propia confusión, que ya no tienen la misma conciencia que nosotros, no tienen forma de impedir el paso de los años y que tienen, sencillamente, el derecho a sentirse cansados.

En medio de todo esto puede llegar el día que nuestros padres se transformen, sí, en nuestros hijos. A los que debemos recordarles que hay que comer, tomar un medicamento o pagar una cuenta. A los que es necesario guiar en las calles o darles la mano para que no caigan en las escaleras. A los que debemos preparar para mandar a la cama. Y quizá alimentarlos, llevando una cuchara hasta su boca.

Y serán hijos más difíciles porque no recuerdan quienes son sus padres. Reaccionarán a tus primeros regaños porque saben que, en el fondo, crees que les debes obediencia. Minimizarán tus primeros argumentos e intentarán demostrar que aún son independientes, incluso cuando ese momento haya pasado, pues es difícil imaginarnos sin el control total de nuestras propias rutinas. Pero cederán paulatinamente, cuando la fuerza física o mental se reduzca y puedan encontrar en tu amor por ellos un equilibrio para todos los cambios que los atemorizan.

No será fácil para ti. No es la lógica de la vida. Incluso si eres padre, nadie te prepara para ser padre de tus padres. Y si no lo eres, tendrás que aprender las peculiaridades de este papel para proteger a los que amas.

Si puedes, sonríe frente a sus comentarios seniles o cuéntales un chiste mientras comen juntos. Escucha aquella historia repetida hasta el cansancio como si fuera la primera vez y haz preguntas como si todo fuera inédito. Bésalos en la frente con toda la ternura posible, como cuando pones a un niño en la cama, prometiéndole que cuando abra los ojos a la mañana siguiente el mundo aún estará allí, como antes, intocable para que juegue.

Por que si has llegado hasta aquí al lado de tus padres, con licencia para interferir en sus vidas, fue porque tuvieron un largo camino de amistad. Y si te propones vivir ese momento con toda la intensidad, no harás más que demostrar lo grande que es tu capacidad de amar y retribuir el amor que la vida te ofreció.

Autor: Desconocido.

Fuente: Eltrendelavida